Querido Samuel:
No deja de soprenderme positivamente, amigo mío, tu claridad de ideas como cuando afirmas: "sé quien soy".
¿Puede eso sorprender a alguien? Yo pienso que sí, y te digo el porqué.
Como ya hemos hablado entre nosotros en distintas ocasiones, ambos coincidimos en que la superficialidad es una nota característica y dramática de nuestra sociedad. Una gran multitud de personas viven su existencia sin plantearse no ya grandes interrogantes, sino aquellos que son los más elementales para vivir una vida digna de seres dotados de razón e inteligencia, en definitiva una vida digna de seres humanos.
No deja de ser sorprendente hasta que punto muchos han asumido los asertados de ciertas filosofías nihilistas y materialistas, cuando son personas que jamás han dedicado ni un segundo a la reflexión personal y mucho menos todavía a reflexionar sobre los postulados de dichas filosofías.
Se trata de personas que "viven al día", sin más complicaciones, y por eso sin profundidad. Sin darse cuenta ellos mismos se han convertido en profetas de la nada, pregoneros del vacío existencial, coleccionistas de experiencias y sensaciones de vértigo, pero siempre a nivel de epidermis. Su universo es bien reducido; es el universo de la confusión y de la ignorancia.
Confusión, porque se confunde el vértigo con el éxtasis. Ignorancia, porque jamás han gozado de auténticas experiencias de éxtasis, pues estas no se producen en los niveles superficiales de la existencia sino en lo profundo del espíritu humano.
¿Cómo, pues, no va a sorprenderme tu afirmación? Y no lo digo por tu juventud, sino por la afirmación en sí misma. No se suele hoy en día hablar acerca del "ser" sino más bien del "tener".
¡Cuántos conocemos, querido Samuel, que confunden lo que ellos son con lo que tienen!
Creen ser aquello que tienen o aquello de lo que carecen. Esperan ser ellos mismos en la medida en que alcancen a tener aquello que desean.
He aquí una de las causas que están en la raíz misma de la crisis humanística y existencial de nuestros días: la confusión entre el ser y el tener.
¿Recuerdas cuando estudiábamos en Filosofía el fundamento ontológico del hombre?
Cuánta confusión ha acarreado el "cógito ergo sum" de Descartes.
¿Pienso, luego existo? ¿Es anterior el conocimiento a la existencia? ¿Pienso, luego existo, o porque existo puedo pensar? ¿Sólo existe aquello que es pensado o conocido por mí o por los otros? ¿ Es el pensamiento lo que da el ser a cuanto existe? ¿No puede existir aquello que nunca ha sido pensado ni conocido?
La duda metódica puede acercarnos a la verdad y ayudarnos a profundizar en ella, pero puede también sumirnos en el agnosticismo más irracional y oscuro.
Cuando la vida personal se asienta toda la ella sobre la duda existencial es para echarse a temblar. Ya no hay fundamento. Ya no hay cimiento sólido sobre el que construir. Sólo cabe entregarse al disfrute de lo efímero, de lo que "tengo" ahora y ya, pues dentro de un rato ya no lo tendré. Todo se reduce a un alocado devenir, a una vorágine de sucesos desconexos. No queda nada a lo que asirse y entonces irrumpe el vértigo existencial: ¡Que paren este mundo que yo me bajo! ¡Y si nadie lo para yo me bajo igual!
O bien, me dedico a exprimir todo lo que aparece en cada "presente" y rápido, antes de que de inmediato se transforme ya en pasado. Y sin pensar, sin meditar, porque no hay tiempo que perder. ¡Esto se va y se va deprisa! ¡No hay tiempo para pensar! ¡Pensar es perder tiempo de vivir! ¡Vivamos sin pensar!
¿Y la esperanza? ¿Qué es eso? No hay lugar para la esperanza. ¡Sólo tengo el ahora! ¡No perdamos tiempo!...
¿ A que todo esto te suena, amigo mío?
El Homo sapiens se extingue para dar paso a su siguiente eslabón que es el Homo consumus. ¿ O sería más acertado Simio consumidor?... Un depredador de cuanto se presenta y aparenta ser satisfactorio. Así, sin más discernimiento.
¿Recuerdas, Samuel, que en una ocasión Jesús preguntó a sus discípulos quién decían las gentes que era Él?
Ciertamente la pregunta no la hizo porque estuviese sufriendo una crisis de identidad personal. Por el contrario, lo que pretendía era precisamente darse a conocer como quien realmente era, el Hijo de Dios hecho hombre.
Y vamos, entonces, con una segunda confusión también muy frecuente. Se trata de confundir quien realmente soy con aquel que los otros dicen que soy.
Aquí nos encontramos con dos peligros. El primero de ellos consiste en creerme todo lo que los otros dicen de mí aunque me conozcan superficialmente, aunque no me conozcan, aunque tengan una idea realmente equivocada de mí. Y asumir lo equivocado de los juicios ajenos sobre mi persona, fueren positivos o negativos.
¡Cuidado, yo soy quien realmente soy y no quien dicen los otros de mi! El juicio de los otros puede estar basado en un juicio erróneo. Ellos no están en mi interior. Los otros no conocen mi corazón si yo no les muestro la realidad de mi corazón por dentro. Los otros no escuchan la voz de mi conciencia que me manifiesta la verdad o la mentira acerca de mí mismo, la bondad o la maldad por las que opto en mi interior.
No debo asumir, sin más, como retrato personal, como imagen verdadera de mi rostro lo que los demás digan acerca de mí.
El segundo de los peligros consiste en edificar mi vida sobre la apariencia. Confundir quien realmente soy con lo que aparento ser ante los otros. En este caso yo mismo sería el primer engañado; el más dañado, sin duda alguna.
Los dos peligros conducen a quienes no los esquivan a vivir una esquizofrenia, a asumir una doble personalidad cuyas consecuencias son devastadoras tanto a nivel personal como en el ámbito de las relaciones interpersonales.
"Pero si mi amigo antes no era así. Ahora me ha traicionado". "Cuando me casé con esta persona no era así. Ahora parece que no la conozco". Son lamentos que escuchamos muy a menudo. ¿No es así Samuel?
Mi amigo claro que era sí, lo que ocurre es que o bien yo no lo conocía como realmente era, o él no se dio verdaderamente a conocer.
El esposo o la esposa ya antes eran así, pero maquillaron su manera de ser auténtica, o tú no quisiste ver la realidad del otro. Lo idealizaste, cerraste tus ojos a la realidad.
La mentira sobre uno mismo acaba dañando a la propia persona y siendo causa de sufrimientos a veces muy grandes para los otros, para los que han confiado. La mentira siempre es destructora.
Hoy quiero agradecerte, amigo mío, el haberme hecho recordar esa pregunta tan importante, quizás la más importante de todas cuantas pueda plantearme. ¿Quién soy? ¿Quién soy realmente yo? Para ello hay que sumergirse y bucear en las entrañas del corazón, en ese mar interior que somos nosotros mismos.
Te invito a que te sumerjas nuevamente tú también y profundices en la respuesta.
Cuando volvamos a la superficie continuaremos hablando amigablemente.
Cor unum et anima una, Samuel.
Jonatán
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