viernes, 14 de junio de 2013

EL VICIO SUPREMO


Querido Samuel:
¿Recuerdas que dice Oscar Wilde que el  vicio supremo es la superficialidad? ¿Y que este vicio es el vicio dominante de nuestra sociedad?
Oh sí, la superficialidad a menudo se reviste de trapos de bajo coste que dan el pego. Se maquilla para desfigurar la expresión de su rostro atolondrado. Se pinta la cara pero nunca mejora su aspecto. Se blanquea los dientes para tratar de deslumbrar y desviar la atención de quien tiene enfrente. La superficialidad se engola pronunciando dichos, palabras y eslóganes que han paseado por sus oídos, pero jamás se han detenido en su inteligencia.
La superficialidad se viste como una reina, pero sus vestidos no dejan de ser género de mercadillo que se compra a precio tirado en los últimos restos del puesto de saldo. Se presenta enjoyada, pero sus alhajas son de poco valor y mucha apariencia. Sus brillos son mera fantasía y oropel.
La superficialidad es la filosofía de moda cuyo aprendizaje da comienzo en las edades más tempranas. Se cursa, sin necesidad de pagar matrícula, a lo largo de los años sin interrupción. Es materia fija en todos y cada uno de los cursos de cero a cien años. Tiene la ventaja de que para su aprendizaje se puede prescindir de libros, sobre todo de los buenos, clásicos y abultados.
Es materia que se va asimilando de manera muy pedagógica y se imparte utilizando los más modernos medios tecnológicos, siempre a disposición de las masas deseosas de doctorarse en la disciplina de moda y adquirir el mayor de los vicios, hoy transformado en virtud para todas las capas sociales.
Es la expresión de una nueva religión que se presenta revestida de un nuevo carácter sagrado, con su Olimpo de ídolos, con su dogmático credo laico, con sus ritos despojados de todo misterio y a la par más difíciles de descifrar que los egipcios jeroglíficos.
La superficialidad es el vicio más apetecible del momento. Se ha transformado en el primer mandamiento, en la primera de las virtudes, en la reina de la colmena y en la divinidad del nuevo santuario. Es el nuevo becerro de oro.
Tiene su multitud inmensa de fieles que cada año peregrinan a ninguna parte y que como buenos prosélitos, igual que antaño durante las Veneralias para honrar a Venus Verticordia y a Fortuna Viril, beben el cocetum hecho con adormidera triturada disuelta en leche y endulzada con miel, que supuestamente, era la misma bebida tomada por Venus el día de su boda con Vulcano.
La adormidera disuelta en leche y endulzada con miel es, querido Samuel, indispensable para que este vicio produzca sus efectos de vértigo placentero.
Los entregados a este vicio tan de moda pasan por el agua sin mojarse, atraviesan el fuego sin quemarse, banquetean sin saborear el alimento, ven sin mirar, hablan sin pensar y piensan sin pensar, es decir, no piensan.
Es este un vicio que idiotiza la mente y enfría el corazón. Es una magnífica máquina que produce miles de imbéciles por segundo. Máquina perfectísima que logra que un imbécil no se pueda distinguir de los otros dos mil novecientos noventa y nueve ni por el más mínimo detalle. Es como si fuesen un sólo imbécil repetido en millares de clones.
La máquina lo hace todo. El imbécil no tiene que hacer nada.
La superficialidad engancha, querido Samuel. Cuanto más se practica más difícil es resistir a su atracción. Uno se envicia en ella como el borracho en el vino, como el dependiente en la droga, como el ladrón en el hurto. 
Embriaguez, intoxicación y robo suenan a vicio fuerte, pero no es tan fuerte como la superficialidad, y es que este vicio supremo se ha hecho un hueco en sociedad y cuenta con el aplauso y la aprobación general. Los otros vicios han quedado "demodé", pero este tiene certificado de posmodernidad que es como el pedigrí del no va más.
No sería bueno, mi querido amigo, que pretendiésemos abordar la cuestión de nuestra propia identidad sin espantar el fantasma que ronda, la superficialidad.
Con todo afecto de tu amigo
Jonatán

domingo, 2 de junio de 2013

SABER QUIEN SOY



Querido Samuel:
No deja de soprenderme positivamente, amigo mío, tu claridad de ideas como cuando afirmas: "sé quien soy".
¿Puede eso sorprender a alguien? Yo pienso que sí, y te digo el porqué.
Como ya hemos hablado entre nosotros en distintas ocasiones, ambos coincidimos en que la superficialidad es una nota característica y dramática de nuestra sociedad. Una gran multitud de personas viven su existencia  sin plantearse no ya grandes interrogantes, sino aquellos que son los más elementales para vivir una vida digna de seres dotados de razón e inteligencia, en definitiva una vida digna de seres humanos.
No deja de ser sorprendente hasta que punto muchos han asumido los asertados de ciertas filosofías nihilistas y materialistas, cuando son personas que jamás han dedicado ni un segundo a la reflexión personal y mucho menos todavía a reflexionar sobre los postulados de dichas filosofías.
Se trata de personas que "viven al día", sin más complicaciones, y por eso sin profundidad. Sin darse cuenta ellos mismos se han convertido en profetas de la nada, pregoneros del vacío existencial, coleccionistas de experiencias y sensaciones de vértigo, pero siempre a nivel de epidermis. Su universo es bien reducido; es el universo de la confusión y de la ignorancia. 
Confusión, porque se confunde el vértigo con el éxtasis. Ignorancia, porque jamás han gozado de auténticas experiencias de éxtasis, pues estas no se producen en los niveles superficiales de la existencia sino en lo profundo del espíritu humano.
¿Cómo, pues, no va a sorprenderme tu afirmación? Y no lo digo por tu juventud, sino por la afirmación en sí misma. No se suele hoy en día hablar acerca del "ser" sino más bien del "tener". 
¡Cuántos conocemos, querido Samuel, que confunden lo que ellos son con lo que tienen!
Creen ser aquello que tienen o aquello de lo que carecen. Esperan ser ellos mismos en la medida en que alcancen a tener aquello que desean.
He aquí una de las causas que están en la raíz misma de la crisis humanística y existencial de nuestros días: la confusión entre el ser y el tener.
¿Recuerdas cuando estudiábamos en Filosofía el fundamento ontológico del hombre?
Cuánta confusión ha acarreado el "cógito ergo sum" de Descartes.
¿Pienso, luego existo? ¿Es anterior el conocimiento a la existencia? ¿Pienso, luego existo, o porque existo puedo pensar? ¿Sólo existe aquello que es pensado o conocido por mí o por los otros? ¿ Es el pensamiento lo que da el ser a cuanto existe? ¿No puede existir aquello que nunca ha sido pensado ni conocido?
La duda metódica puede acercarnos a la verdad y ayudarnos a profundizar en ella, pero puede también sumirnos en el agnosticismo más irracional y oscuro.
Cuando la vida personal se asienta toda la ella sobre la duda existencial es para echarse a temblar. Ya no hay fundamento. Ya no hay cimiento sólido sobre el que construir. Sólo cabe entregarse al disfrute de lo efímero, de lo que "tengo" ahora y ya, pues dentro de un rato ya no lo tendré. Todo se reduce a un alocado devenir, a una vorágine de sucesos desconexos. No queda nada a lo que asirse y entonces irrumpe el vértigo existencial: ¡Que paren este mundo que yo me bajo! ¡Y si nadie lo para yo me bajo igual!
O bien, me dedico a exprimir todo lo que aparece en cada "presente" y rápido, antes de que de inmediato se transforme ya en pasado. Y sin pensar, sin meditar, porque no hay tiempo que perder. ¡Esto se va y se va deprisa! ¡No hay tiempo para pensar! ¡Pensar es perder tiempo de vivir! ¡Vivamos sin pensar!
¿Y la esperanza? ¿Qué es eso? No hay lugar para la esperanza. ¡Sólo tengo el ahora! ¡No perdamos tiempo!...
¿ A que todo esto te suena, amigo mío?
El Homo sapiens se extingue para dar paso a su siguiente eslabón que es el Homo consumus. ¿ O sería más acertado Simio consumidor?... Un depredador de cuanto se presenta y aparenta ser satisfactorio. Así,  sin más discernimiento.
¿Recuerdas, Samuel, que en una ocasión Jesús preguntó a sus discípulos quién decían las gentes que era Él?
Ciertamente la pregunta no la hizo porque estuviese sufriendo una crisis de identidad personal. Por el contrario, lo que pretendía era precisamente darse a conocer como quien realmente era, el Hijo de Dios hecho hombre.
Y vamos, entonces, con una segunda confusión también muy frecuente. Se trata de confundir quien realmente soy con aquel que los otros dicen que soy.
Aquí nos encontramos con dos peligros. El primero de ellos consiste en creerme todo lo que los otros dicen de mí aunque me conozcan superficialmente, aunque no me conozcan, aunque tengan una idea realmente equivocada de mí. Y asumir lo equivocado de los juicios ajenos sobre mi persona, fueren positivos o negativos.
¡Cuidado, yo soy quien realmente soy y no quien dicen los otros de mi! El juicio de los otros puede estar basado en un juicio erróneo. Ellos no están en mi interior. Los otros no conocen mi corazón si yo no les muestro la realidad de mi corazón por dentro. Los otros no escuchan la voz de mi conciencia que me manifiesta la verdad  o la mentira acerca de mí mismo, la bondad o la maldad por las que opto en mi interior.
No debo asumir, sin más,  como retrato personal, como imagen verdadera de mi rostro lo que los demás digan acerca de mí. 
El segundo de los peligros consiste en edificar mi vida sobre la apariencia. Confundir quien realmente soy con lo que aparento ser ante los otros. En este caso yo mismo sería el primer engañado; el más dañado, sin duda alguna.
Los dos peligros conducen a quienes no los esquivan a vivir una esquizofrenia, a asumir una doble personalidad cuyas consecuencias son devastadoras tanto a nivel personal como en el ámbito de las relaciones interpersonales.
"Pero si mi amigo antes no era así. Ahora me ha traicionado". "Cuando me casé con esta persona no era así. Ahora parece que no la conozco". Son lamentos que escuchamos muy a menudo. ¿No es así Samuel?
Mi amigo claro que era sí, lo que ocurre es que o bien yo no lo conocía como realmente era, o él no se dio verdaderamente a conocer. 
El esposo o la esposa ya antes eran así, pero maquillaron su manera de ser auténtica, o tú no quisiste ver la realidad del otro. Lo idealizaste, cerraste tus ojos a la realidad.
La mentira sobre uno mismo acaba dañando a la propia persona y siendo causa de sufrimientos a veces muy grandes para los otros, para los que han confiado. La mentira siempre es destructora.
Hoy quiero agradecerte, amigo mío, el haberme hecho recordar esa pregunta tan importante, quizás la más importante de todas cuantas pueda plantearme. ¿Quién soy? ¿Quién soy realmente yo? Para ello hay que sumergirse y bucear en las entrañas del corazón, en ese mar interior que somos nosotros mismos.
Te invito a que te sumerjas nuevamente tú también y profundices en la respuesta.
Cuando volvamos a la superficie continuaremos hablando amigablemente.
Cor unum et anima una, Samuel.
Jonatán